Viaje sin retorno a Timbuktu     |   Portada   |   Viaje sin retorno   |
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Capítulo 1
1.1 Al calor del desierto



Desierto del Sahara, año 1826

El calor le quemaba implacablemente a través de las ropas. Su visión comenzaba a nublarse y la fatiga consumía su cuerpo como un ave de rapiña al devorar a su víctima aún viva.
Su lengua seca ya no mojaba sus labios, que habían comenzado a agrietarse.
Comprendió así la grandeza del desierto que tanto lo había llamado en la distancia y él, como hombre viril que acude a su amante, había ido a meterse en lo más profundo de sus arenas.
Aquello era el implacable desierto del Sahara, al que él llamaba cariñosamente "Sara", con nombre de mujer.

Cayó de bruces sobre la arena caliente como aferrándose a esas dunas que duramente comenzaba a descubrir. Con los ojos cerrados, esa calidez le recordó la piel de Raquel. ¡Cómo llegó a amarle!
Él había llegado a España con la esperanza de verla. No se conocían. Sólo mantenían esa correspondencia que, por años, lo había inspirado tanto.
Recordaba bien el día, sobre el banco del parque aquél en el que se sentó a esperarla. Más de dos horas esperó en el parque, pero esperar ahí era placentero, no como en el desierto en donde ahora estaba. El cielo nublado lo protegía en aquellas tierras asturianas, cariñosamente. Aquí estaba indefenso y lejos de Raquel.

Unos meses atrás, caminar por los campos asturianos le había dejado la impresión del aire limpio y el olor de esa tierra tan llena de vegetación, la brisa de mar y la humedad por doquier. Pero sobre todo, recordaba a esa mujer y las noches que pasó con ella. Fuera de las letras de sus cartas, pero dentro de su cama. Y todo justo antes de irse a la aventura en busca de la legendaria ciudad africana llamada Timbuktu.

Ahora, estar tirado sobre la arena tan fatigado, le había recordado el éxtasis al disfrutar de su amada. Quería dormir pero, ¿cómo hacerlo en la inclemencia del Sahara? Aquella era como una vagina ardiendo que no muestra compasión alguna y que demanda a su amante hasta la última gota de humedad de su cuerpo. Y si no es su semen, pedirá su sudor, sus lágrimas y su saliva. Incluso su sangre. La arena del desierto es una amante exigente.

Por si esto fuera poco, el frenesí del desierto se despertó a su alrededor en forma de viento, levantando polvaredas por doquier. No sabía que otra cosa podía salir mal, aparte de encontrarse sólo y moribundo en ese lugar tan inhóspito así que, una vez más, pensó en Raquel. Si iba a morir, quería que su último pensamiento fuera ella. Incluso imaginó aquel rostro tan preciado y creyó escuchar su nombre de aquellos labios. - Dante...- le llamaba. Pero Dante quedaba ahí, inmóvil, con la cara en el suelo. Casi pudo abrir uno de sus ojos y entre la arena que golpeaba su cara llevada por el viento creyó distinguir una figura acercándose. Sabía que no podría defenderse de la rapiña de la tribus de nómadas. En ese momento las fuerzas le abandonaron y se desmayó. Sería él una víctima más de su amado desierto.


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1.2 Sir Edward. La apuesta



Londres, Julio de 1825

Casi un año antes, Sir Edward, el acaudalado banquero londinense, recibía en su oficina al explorador del que tanto había escuchado hablar. Le hizo pasar sin más preámbulo al saber que había llegado. - Lo esperaba Señor Amerisi, por favor pase usted.
Dante Amerisi se acercó al inglés aquel de grandes bigotes e impecable vestimenta para estrechar su mano. La habitación a la que acababa de entrar era un ejemplo de elegancia y opulencia al más puro estilo inglés. Las paredes forradas en tapiz rojo y los muebles chapeados en oro podían impresionar a cualquiera.
Tome asiento Señor Amerisi - dijo el banquero, señalando hacia los sillones al otro lado de la habitación. Dante asintió agradeciendo el gesto.
De un vistazo recorrió las pinturas que colgaban de los muros. Los finos muebles, el gran escritorio que dominaba la oficina, un librero que ocupaba toda una pared y una vitrina que parecía atesorar preciados recuerdos.
Se sentó en uno de los sillones y esperó a que Sir Edward hiciera lo mismo. El hombre tomó su tiempo. Ofreció un cigarro a Dante, quién lo rehusó amablemente. Encendió un habano y echó un par de bocanadas al aire, deleitándose con el sabor de aquel cigarro importado.
Los hago traer de la isla de Cuba - dijo con complacencia - ¡Ha...! - exclamó - pocas cosas me producen tal placer como un buen habano. Excepto, tal vez, una buena negociación - Una mueca de auto satisfacción se dibujó en su rostro.

Dante siguió esperando saber el motivo de aquella cita. Sabía que Sir Edward era una persona sumamente ocupada, un conservador cuya excentricidad se expresaba en su agresividad para los negocios, habilidad que contrastaba con sus corteses modales de caballero. En esa ocasión el explorador no podía menos que mostrarse impaciente. Ya había sentido una mirada como la de Sir Edward un par de años antes en una excursión en Cachemira. Se había separado del grupo al ver entre la maleza algo que creyó serían las ruinas de un templo hindú. Mientras avanzaba llevaba la mirada puesta tan fijamente en aquella roca gris que sobresalía del suelo, que no se percató de la presencia del tigre. Se había colgado el rifle a la espalda para poder examinar con libertad la cantera semi-enterrada y unos pasos después escuchó el gutural gruñido de la bestia.
Ambos se miraron fijamente tratando de adivinar el siguiente movimiento de su adversario. El enorme animal parecía tener conciencia de la ventaja sobre su oponente. Los segundos parecían eternos. Por su mirada, Dante sabía que ese tigre estaba decidido a hacer su voluntad. Ya sus patas estaban flexionadas y listas para lanzarlo de un salto sobre el hombre.

Supe que sobrevivió a un ataque de tigre - dijo Sir Edward rompiendo el silencio, - cosa difícil de imaginar. ¿Cómo lo hizo?
- Siempre fui afortunado, Sir Edward. - respondió el otro con aparente calma.
- Sé a que clase de suerte se refiere, pero no hay tal. - gruñó el hombre del gran bigote, al tiempo que retiraba el puro de su boca. - Créame que ese tigre no es muy diferente y menos agresivo que muchos de nuestra propia especie. Y yo jamás he tenido que ir a la India para constatarlo. Aquí, en el mismo corazón de Londres, hay una cantidad impresionante de personas que estarían dispuestos a quitarle a uno del camino de un zarpazo. La misma cosa. Solo que sus manos no van armadas de garras, sino de guantes. Ja, ja, ja, ja, ja...
Amerisi sonrió por el comentario - Créame que entiendo el concepto - respondió.

Usted y yo nos parecemos... - le dijo Sir Edward - ...estoy seguro.
Echó otra bocanada de humo antes de continuar. - Hace unos años un estafador que se esconde tras su título nobiliario intentó nublar mi suerte en los negocios y mancillar mi honor, pero no se lo permití. - Hizo una pausa. - Como el motivo de la ofensa esta de sobra, omitiré los detalles y pasaré a la escena del duelo. Ambos acudimos a la cita acompañados de nuestros respectivos padrinos. Las pistolas fueron revisadas y cargadas. Mi oponente y yo avanzamos hasta separarnos a la distancia indicada y entonces dimos media vuelta para quedar de frente. Uno a otro nos miramos fijamente antes de alzar las armas y apuntamos. Mi cólera por la ofensa había sido tal, que mi oponente estaba sorprendido por mi tranquilidad al llegar ese momento. Lo miré fijamente a los ojos sin perderlo de vista, sin titubeos. La ira me había transformado en un ser decidido a matar al otro con frialdad, sin temor a remordimientos. Y se me notaba. - Hábilmente sacudió Sir Edward el habano dejando caer la ceniza en el cenicero. Y continuó - Con las pistolas amartilladas, justo antes de disparar, vi como el temor en mi oponente le hacía temblar de pies a cabeza. Cuando cerró los ojos, supe que ya lo tenía. Lanzó un quejido y se derrumbó, soltando el arma.
Sir Edward parecía recordar cada detalle - Su pistola cayó al suelo y el golpe liberó el martillo, disparándola. La bala me dio en la pierna, pero no caí. Yo sangraba, pero seguía apuntando al sujeto con tal decisión en dirección a su pecho que, cuando me miró desde donde estaba en cuclillas, simplemente se desmayó. De esa manera, me vi imposibilitado de dispararle al hombre, por lo que quedó en mi poder la decisión para satisfacer mi honor en un futuro.

-Debió ser intimidante su mirada, Sir Edward - concluyó Dante.
-Yo sabía que no podía perder. Yo no tenía miedo. Pero bueno, dejemos esa historia, que el motivo por el que le he llamado será de mayor interés para usted. Seguramente ha escuchado hablar de la casi mítica ciudad de Timbuktu, señor Amerisi - dijo el hombre.
-Así es Sir Edward - contestó el explorador - se ha puesto de moda últimamente. La Sociedad Geográfica de París ha ofrecido la nada despreciable cantidad de siete mil francos al primer expedicionario europeo que logre llegar a Timbuktu y que regrese para contarlo, además de hacerse merecedor a la medalla de oro que otorga la Sociedad, valuada en 2,000 francos.
-Cierto, pero escúcheme usted... - dijo el avispado inglés, adelantándose hacia el otro - eso no significa nada en comparación con lo que estoy próximo a contarle...

La siguiente media hora Sir Edward narró el porqué de su interés en patrocinar una expedición al África en busca de Timbuktu. Se había enterado de cómo cierto noble escocés de dudosa reputación, fanfarroneaba de haber aportado el dinero para apoyar la expedición del también escocés Gordon Lang que, según él, obtendría la gloria del premio ofrecido por la Sociedad Geográfica de París para Escocia y para sí mismo. En uno de sus tantos desplantes había lanzado el desafío a quien tuviera el valor de apostar cualquier cantidad que estuviera en su poder respaldar, a favor de otra expedición que lograra con éxito la aventura a Timbuktu antes que el equipo que él mismo patrocinaba. Enterado del desafío, alguien envió por medio de un representante la respuesta a su apuesta escrita en un sobre cerrado. El escocés fanfarrón al saber que alguien le había respondido, la aceptó de inmediato, sin abrir el sobre, aludiendo que nadie podría organizar una expedición suficientemente capaz de llegar hasta Timbuktu y regresar para contarlo, después de los desventurados esfuerzos que anteriormente se habían hecho y que resultaron en tragedia. Varios aristócratas y nobles ahí reunidos darían testimonio de aquella apuesta, y más valía que quien estaba respondiendo al reto lanzado por él tuviera las suficientes agallas y recursos para hacerle frente a su apuesta. Tan alto alzó la voz sobre su sobreentendido triunfo que, finalmente, los testigos pidieron que pusiera por escrito la aceptación por parte suya de la apuesta recibida. Así lo hizo. Acto seguido, el escocés, en su infinita confianza, abrió el sobre y de inmediato quedó estupefacto al leer el breve escrito, que decía:

"En vista del desafío lanzado por usted de organizar una expedición capaz de llegar a Timbuktu con éxito, en los términos de la Sociedad Geográfica de París, antes que el equipo que usted patrocina, le comunico mi decisión de aceptar el reto. Dado que la cantidad por apostar ha quedado abierta al retador, me permito apostar la cantidad en que esté valuada toda su fortuna en bienes materiales. Firma: Sir Edward."

- Yo financiaré su expedición, señor Amerisi. Absolutamente todos los gastos, mientras dure la expedición, correrá por mi cuenta. Usted recibirá el premio ofrecido por la Sociedad Geográfica de París. Pero además, estoy dispuesto a cederle la mitad de los bienes que obtendré al ganar la apuesta. - Fueron las palabras de Sir Edward, quien tenía ya en su semblante la misma mirada del tigre de Cachemira.
- Supongo que el escocés debe ser el ofensor que sobrevivió al duelo.- Hizo una pausa - Sir Edward, disculpeme usted no poder aceptar una propuesta motivada por propósitos de venganza. Además, aún aceptándola, no hay garantía de ganar la apuesta y usted puede perder una gran fortuna - Intentó explicar Dante con seriedad.
- Señor Amerisi, usted es un explorador. Sabe lo difícil que es reunir fondos para sus expediciones. Los trayectos pueden durar años y los riesgos son tan altos, que muy pocos están dispuestos a dar el respaldo necesario. Yo le ofrezco financiar su expedición, a cambio de darme el gusto de satisfacer mi honor como tengo derecho a hacerlo. Además, ese sujeto no puede rehusar la apuesta que él mismo propuso. Y creo que podemos ganar. Yo gano en mi campo y usted en el suyo. Y déjeme a mi preocuparme por la apuesta, que no significa un reto mayor a los que ya he enfrentado hasta hoy. El equipo de Gordon Laing está listo para partir mañana, así que debe darse prisa. Reúna su equipo y todo lo que sea necesario para partir. - Insistió Sir Edward.

- No podría estar listo antes de un mes - arguyó el expedicionario. - Necesito prepararme para no fallar donde otros ya lo han hecho; los datos de la ubicación de la ciudad son vagos y el trayecto presenta muchos peligros como para tomarlos a la ligera. Es un terreno inhóspito tanto por lo poco explorado, como por las despiadadas tribus que habitan la región. Y además, estamos hablando del desierto del Sahara, el más extenso, cruel e implacable de los desiertos.

- Lo sé señor Amerisi. Pero estoy bien enterado de su fascinación por el desierto. Los demás problemas van implícitos en toda expedición difícil, como lo es esta. Timbuktu ha permanecido como uno de los confines del mundo aún inalcanzables para europeos o americanos. Timbuktu será suya, solo encuéntrela y vuelva para contarlo. Tiene un mes para partir, pero deberá llegar antes que el otro equipo. No repare en gastos. Correremos juntos ese riesgo. - Las palabras del lord inglés no dejaban lugar a dudas. El viejo estaba dispuesto a hacerlo a toda costa.

Ambos se dieron la mano y Dante Amerisi salió del edificio. Con paso rápido, se perdió entre la gente por las calles de Londres, decidido a emprender la empresa de llegar a Timbuktu y volver para contarlo


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1.3 Sir William Daniels



Escocia, Julio de 1825

Dentro de la gran mansión enclavada en los campos de Escocia, Sir William Daniels miraba a su compatriota sumido en desconocidos pensamientos. Con la mano en la barbilla, el explorador escocés, Alexander Gordon Laing, se movía dando pasos con certera lentitud de un lado a otro.
Un gran candelabro de cristal iluminaba resplandeciendo a mitad de la noche en la habitación.
Daniels comenzaba a impacientarse, cuando el otro hombre se detuvo para mirarle fijamente.
-¿Y bien? - preguntó.
-Hay algunos que desearían hacerlo, pero no todos están disponibles por ahora. De los que están disponibles, no todos son capaces de lograrlo. De los pocos que podrían llevar a cabo la expedición, ninguno estaría listo para partir antes de un par de meses, o uno, cuando menos.
Hizo un espacio antes de proseguir - Eso nos deja dos posibles candidatos: Caillie, el francés y Amerisi...
Sé que Amerisi se encuentra aún recuperándose de un accidente ocurrido en su última expedición - prosiguió - y René-Auguste Caillie ha conseguido ya un patrocionio para su expedición. Pero, según me han informado, es sumamente limitado y aún no se lo han otorgado. Así que Caillie tendrá que seguir tirando. Eso nos deja libre el camino por ahora, a menos que Sir Edward se arriesgue a...
-¿Qué se arriesgue a que? -Inquirió Sir William Daniels con evidente ansiedad.
-A menos que Sir Edward elija a Amerisi y este acceda. - Contestó Laing.
-¿Qué sucedería entonces? - Presionó Daniels.
-Entonces deberíamos partir cuanto antes - dijo el explorador.
-¿Y están usted y su equipo listos?
-Si Sir Daniels, podemos partir de inmediato.
¡Entonces hágalo! - dijo Sir William Daniels en tono imperativo. - Perder es un lujo que no podemos permitirnos.



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1.4 Ivonca



Escocia, Julio de 1825

En su habitación se respiraba un aroma de comodidad y lujo. Dos cosas que ella no había tenido, hasta ahora.
Lejos estaban los días de penurias y angustias en su natal Rusia, donde había dejado atrás una vida campesina sin posibilidad de futuro.
Pocos fueron los momentos de alegría que recordaba de aquellos años.
De su gris infancia sólo se había grabado un día memorable de 1812, cuando Rusia se cubrió de gloria al vencer al invasor francés, expulsándolo de su territorio. El orgullo que aquello le produjo apenas cabía en su pequeño cuerpo de niña y una sensación de satisfacción le invadió, dejándola convencida de ser heredera del valor y la dignidad mostradas por su pueblo, capaz de todo, de sobreponerse y vencer.
El mismo sentimiento reapareció años más tarde, cuando Ivonca se liberó del yugo de un marido abusivo y golpeador, que lo único bueno que le dio en la vida fue su hijo Iván. Mucho tiempo aguantó Ivonca vejaciones y maltratos, sólo por su hijo, hasta que decidió dejar al hombre. Un día esperó a que su esposo saliera de casa, ya entrada la tarde. Seguramente él iría a la taberna a emborracharse, cómo de costumbre, así que, cuando regresara de madrugada, ella y su hijo estarían ya muy lejos.
Debían tomar el tren. En un saco de los que se usan para empacar trigo, Ivonca echó unas cuantas ropas de ella y de Iván. Vistió a su pequeño hijo con un abrigo y un gorro gruesos para protegerlo del frío. Salió rumbo al granero, dejando a Iván en casa, sólo para buscar unos cuantos rublos que su marido celosamente escondía de tiempo atrás. Sabía que debía buscar un envoltorio gris con algunas monedas oculto en alguna parte.
Lo encontró semi enterrado. Había suficientes monedas como para pagar un pasaje para ella y su hijo y llevarlos lejos, muy lejos de ahí.
Sus ojos brillaron con una luz que hacía tiempo no tenían. Su excitación era tal, que sentía cómo aquel fuego interno de su niñez comenzaba a inyectarle las fuerzas necesarias para actuar.
Apresuradamente abrió la puerta y entró de nuevo a casa para recoger a Iván, llevando las monedas en la mano. Sin embargo, nada la habría preparado para lo que sucedió a continuación. Su marido estaba ahí dentro, frente a Iván, con el saco de ropa a sus pies. Al parecer ya había registrado el saco.
El hombre, al ver el envoltorio gris de las monedas en manos de Ivonca, lo comprendió todo. En un momento, la furia se reflejó en sus ojos, descargando una violenta bofetada sobre el rostro de Ivonca que hizo que la mujer rodara por el suelo.
Ella, aturdida, intentaba incorporarse cuando sintió un fuerte puntapié en el abdomen que la hizo caer de nuevo. Durante la golpiza, que pareció durar eternidades, escuchó como sus costillas crujían tras los golpes y sintió como su rostro iba llenándose de sangre.
Los gritos de espanto de Iván eran opacados por el sordo zumbido que había en su cabeza.
Justo cuando pensó que no podría soportar más, los golpes cesaron.
Escuchó gritos de otras voces y lo que pareció ser un forcejeo que intentaba sujetar al enfurecido hombre, quién lanzaba maldiciones contra ella.
Ivonca fue puesta fuera de peligro y llevada a la enfermería, donde le atendieron de las lesiones. Sin embargo, ella sabía que el tren no tardaría en partir. Aún tenía las monedas consigo, que no había soltado durante la golpiza. Era hora de huir, si no lo hacía en ese momento, no lo haría nunca. Así que se fue, pero sin su hijo.

Vaya que su suerte había cambiado. Hoy era una mujer con todas las comodidades. Ser amante de William Daniels era sólo un mal menor. Mirando a su alrededor podía ver el alta estima en que su amante la tenía. Joyas y ropa no le faltaban. Disfrutaba de viajes y exuberancias que jamás imaginó.
Daniels era un millonario que gustaba de disfrutar del mundo y sus placeres. Y sabía que ella era de sus placeres el más preciado.
Dos años llevaba ya con él, quien era viudo. Extrañamente viudo..., decían algunos, pero eso a ella no le importaba. Ahora ella estaba ahí, con un carácter ya templado y una decisión indomables. Difícilmente se desharía de ella. Tal vez ella se deshiciera de él algún día, pero no al contrario.

Ambos se conocieron en el teatro, en Londres. Esa fue una época fantástica, pues Gioacchino Rossini dirigía el Teatro del Rey y ella tuvo la oportunidad de asistir a la "Temporada de Ópera Rossini", donde conoció al compositor, gracias precisamente a Sir William Daniels. Cuando en una ocasión Daniels invitó a Rossini a su mansión, tuvo oportunidad de escuchar del propio músico italiano innumerables anécdotas, que atesoraba y recordaba casi palabra por palabra de la voz del compositor:

"Esperé la llegada de la víspera del estreno... - le había contado Rossini - Nada acicatea la inspiración tanto como la necesidad, trátese de la presencia de un copista que espera el trabajo que uno tiene que realizar, o de la presión ejercida por un empresario que se mesa los cabellos... - Rossini continuó divertido - Compuse la obertura de 'La Gazza Ladra' el día del estreno, en el teatro mismo, donde me encerró el director, y estaba sometido a la vigilancia de los utileros, que tenían orden de arrojar mi texto por la ventana, página por página, a los copistas que esperaban abajo para transcribirlo. Si no había páginas, tenían orden de arrojarme a mi por la ventana..."

Ivonca había quedado fascinada. Reconocía como Sir Daniels la había hecho entrar a un mundo que, de otro modo, no habría conocido.
Daniels tenía una extensa biblioteca que ella se dedicó a absorber, casi furiosamente. Su asombrosa capacidad para aprender demandaba todas las áreas del conocimiento, sobre todo aquellas que podían ayudarle a su meta de escalar el mundo. Ella quería subir al tope. Por eso estudió idiomas. Su amante le había proporcionado los mejores maestros.

El ruido de la puerta al abrirse la despertó de sus cavilaciones. Sabía que era William, pues nadie más osaría entrar a su habitación sin antes tocar. Ella estaba lista para recibirle. Siempre lo estaba. La vida le había enseñado a estar siempre lista. Ya nadie la tomaría por sorpresa de nuevo.

Luces verdaderamente exquisita... - le dijo el hombre, acercándose a la enorme cama - eres la mejor de mis posesiones.
Ivonca respondió con una espléndida sonrisa, pues sabía que eso complacería a Daniels. Era pésimo amante y su galanura, que era pobre y deslucida, contrastaba con su fortuna material. Pero, ¡que importaba!

Ella lo dejó acercarse lo suficiente para asirlo del cuello y halarlo hacía ella. Sabía que a los hombres de poder les gusta dejar que una mujer demuestre su poder sobre ellos. Acercó su rostro con la boca entre abierta para incitar a Daniels a hacer lo mismo, pero no lo besó. Sólo pasó su mejilla por la del hombre, rozándola levemente, lo suficiente para hacerlo sentir su suavidad. La mujer puso su mano tras la nuca de él y lo atrajo hacia la cama, donde se recostó. La blusa de seda blanca, que ya tenía un botón desabrochado, dejó ver uno de sus senos, resplandeciente, casi brillante. Giró su cabeza a un lado y puso a merced de su amante el blanco cuello impregnado de perfume, ofreciéndosele como presa en sacrificio.

Daniels se abalanzó sobre su cuello como vampiro sediento de sangre. Ivonca lanzó un gemido a la vez que retorcía su cuerpo, como si fuera víctima de un salvaje ataque.
En ese momento, sintió los espasmódicos movimientos de su amante quien, inevitablemente, acababa de eyacular, todavía con las ropas puestas.



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1.5 Miguelina Leibsong



Londres, Julio de 1825

Dante cruzó las calles de Londres. La charla con Sir Edward le había dejado pensando. Siempre había seguido su instinto y hoy había algo que lo inquietaba.
Las exploraciones que había llevado a cabo antes, todas fueron elegidas por él. No le habían elegido a él para hacerlas. Timbuktu siempre fue atractiva. Hoy esa expedición tenía tintes de amante impredecible.
En pleno siglo XIX, Timbuktu aún quedaba inalcanzable para los exploradores no africanos. Puede que ni siquiera existiera la ciudad. Pero no era eso lo que le preocupaba, sino las pasiones que puede producir su búsqueda por dos partes interesadas en competencia.
Su costumbre de darle forma de mujer a todas las metas que se proponía alcanzar, le decía que esa ciudad lejana y misteriosa produciría un triángulo amoroso que lo involucraría directamente. ¿Quién estaría dispuesto a ceder la mujer amada a su adversario?

Las calles de Londres se llenaban de niebla aquella tarde. Difícilmente podía distinguir un rostro acercarse en la distancia. Eso ocurrió con una figura vestida de blanco que se acercaba. Por las curvas del cuerpo que se marcaban en su vestido era evidentemente una bella mujer. Dante se detuvo haciendo un gesto con su sombrero para darle el paso. Ella le miró con sus grandes ojos negros y esbozó una pequeña sonrisa con esos finos labios. Una mujer distinguida, definitivamente. La vio alejarse en compañía de otra dama hasta perderse de nuevo en la niebla. Dante retomó su paso. Por un instante había olvidado Timbuktu, pero ya volvía. Debía estar preparado para todo lo que viniera. No le gustaba que las cosas fueran como en aquella niebla londinense. Impredecibles.
Debía prever en todo lo posible los problemas. Las sorpresas siempre cuestan demasiado. Esta vez se había encontrado un rostro amigable en la neblina. ¿La próxima vez que encontraría?

Sus pasos lo llevaron al otro lado de la ciudad, hasta un barrio en los suburbios. Encontró la casa, pues sabía el camino. Esperó un momento. Del otro lado del jardín, al lado izquierdo, vio la ventana iluminada por luz de lamparas a gas. Ella estaría ahí, así que tocó a la puerta. Volvió a esperar. Tras el crujir de la puerta apareció una melena de cabello castaño adornando la cabeza de aquella menuda mujer.
¡Amerisi! - se le oyó exclamar al momento que la mujer saltaba hacia el hombre en el pórtico. - ¡Cuánto tiempo...!
Ambos se abrazaron efusivamente entre risas de júbilo.
Aquí me tienes de nuevo - contestó Dante.
Dijeron que habías sufrido un accidente y nada aclarabas al respecto en tu carta - Dijo la mujer.
Sólo unos rasguños... - Contestó aquél - nada serio.
Pero ¿por qué no me avisaste que estabas bien? - Inquirió ella.
- Sabes muy bien que yo no volvería incompleto. Si ves una carta mía significará que he vuelto bien.
- No cambias - le reprochó la mujer golpeando levemente el pecho de Dante.
- ¿Quieres que cambie Miguelina?
- Solo algunas cosas. Tengo una lista detallada de ellas. - Aquel comentario hizo a Dante soltar una sonora carcajada.

Ambos entraron a la casa. Era confortable. Había flores por doquier, como siempre. Guirnaldas y coronas; floreros sobre los muebles; y tras las ventanas los verdes jardines. Eran su pasión. Las flores y el mundo antiguo. Miguelina podía distinguir perfectamente tanto la hoja de una planta como un jeroglífico de una civilización antigua (Champollion recién había descifrado la piedra Rosetta)
Salieron al patio posterior y conversaron por largo rato. Miguelina siempre quería saber hasta el último detalle de las exploraciones. Los monumentos y templos encontrados. Los paisajes remotos, la visión de tener de frente años y años de vestigios de otras civilizaciones. Inmediatamente comparaba la descripción de los expertos e historiadores con el relato vivo que le hacia Amerisi.

En su condición de mujer, a comienzos de la era Victoriana, Miguelina Leibsong había logrado exitosamente obtener un vasto conocimiento del mundo antiguo, contra todas las expectativas de su época. Pero, si bien era afortunada en el logro de sus conocimientos, aún seguía siendo una mujer regida por los preceptos sociales y morales de su tiempo.
Se había casado llena de amor y esperanzas con un joven historiador, intelectual y prometedor. Ella, dotada de una inteligencia y avidez sorprendentes vio como, al paso del tiempo, su esposo había declinado en un conformismo casi enfermizo. Ver a su pareja convertida en un burócrata sin aspiraciones no le había quitado el hambre de conocimiento, pero si había apagado su pasión.

Aún así, todo sería llevadero. Un buen empleo en el ministerio de educación le había posibilitado a su marido, Charles Leibsong, darle aquella linda casa, libros y más libros, acceso a mucha información interesante y el espacio suficiente para sus jardines. Sólo había un problema. Con el paso de los años y el cada vez más evidente derrotismo de su marido, la rutina se hizo una sorda y gris compañera. Ella, que soñaba con míticas ciudades y exóticos parajes del planeta, se veía inmersa en un mundo tranquilo, pero que la asfixiaba inevitablemente a cada momento.
Para colmo, Charles tenía esa costumbre de hacer el amor diariamente. Aunque hacer el amor era mucho decir. Era más bien un monólogo sexual que ya no producía en ella la menor satisfacción.
El hombre la tomaba de noche, siempre en la cama. Después de decir sus oraciones. Con la luz apagada siempre. Sin decir palabra. No sabía si la amaba o simplemente se descargaba en ella. Al terminar, él se volteaba y se quedaba dormido. Entonces Miguelina quedaba ahí, quieta, en su lado de la cama, con su bata de dormir aún enrollada hasta el abdomen, sólo mirando hacia el cielo de la habitación.
Por mucho tiempo su imaginación le ayudó poniendo amantes en su lecho, haciendo de cuenta que era otro y no su marido quien la poseía. Una noche esa imaginación la llevó a una excitación tal, que preocupó en gran medida a su marido, asustándolo al grado que al siguiente día él mismo la condujo a la iglesia para lavar su "comportamiento insano" en el confesionario. Desde aquél momento se forzó a no pensar en nada mientras tenía a su marido encima. Sólo miraba el cielo de su habitación y esperaba.

Por eso volcaba su pasión en sus jardines. Todo lo que pudiera pintar de color su gris existencia era bienvenido. Cuando alguien alababa la belleza de sus jardines, ella respondía que era la forma de hacer llevadera su vida.

Recordaba muy bien el día en que se conocieron ella y Dante durante una conferencia de arqueología en Oxford. El conferencista y amigo de su marido disertaba sobre los viajes de Claudius James Rich a la Mesopotamia, de la que él mismo había hecho mapas de los principales puntos arqueológicos. Tarea que ayudaría a otros a descubrir posteriormente Sumeria, la cuna de la civilización.
Amerisi estaba entre el público, escuchando. Ella le reconoció por un artículo salido de un diario que incluía su retrato.
Como su marido era el organizador de la conferencia, ella no estaba acompañada por él. Así que cambió de asiento, justo detrás de Amerisi.
Ambos atendieron la conferencia junto al publico presente, hasta el término de la misma. Al salir por el corredor, Amerisi tropezó con Miguelina, por lo que ofreció disculpas a la dama. Esto propició el inicio de una agradable platica esa tarde y una amistad que llevaba ya tres años. Miguelina, quien llevaba el nombre de su abuela materna de origen español, había proporcionado a Amerisi gran cantidad de información disponible sobre sitios, leyendas y descripciones históricas sobre lugares por explorar. Todos esos lugares a donde ella hubiera querido ir en persona estaban a su alcance a través de los viajes de exploración de Amerisi.

Esa tarde, en casa de Miguelina, Dante le contó sobre el próximo reto: Timbuktu. Y de cómo se habían dado las cosas con Sir Edward y la apuesta que había de por medio.
Excelente, sé todo sobre Timbuktu - dijo con entusiasmo - bueno, todo lo que hay por saber en la actualidad. Y puedo conseguir aún más información sobre la región...
Sus ojos brillaban ante el nuevo reto. Sabía que Dante podía confiar en todo el potencial que ella tenía para absorber y reunir información útil para el proyecto. Así que, decidieron poner manos a la obra.

Debo prepararme para salir en un mes, como máximo, - le dijo Dante - así que no tendrás mucho tiempo.
¡Tonterías, es más que suficiente! - dijo Miguelina de inmediato - Tendrás la información a tiempo para partir.

El hombre estaba ya despidiéndose de Miguelina, cuando llegó el marido.
Un lacónico - Mister Amerisi- fue dicho a modo de saludo. - Pensé que habría muerto ya... - agregó inexpresivamente.
Pues se muestra usted muy poco sorprendido para estar viendo a un muerto en su propia casa - respondió Amerisi.
En el rostro de Miguelina se dibujó una sonrisa. - Anda ya Charles, deja en paz a Dante. Sorpresa sería que consideraras vivos a los vivos de tu propia casa. Además, solo fueron unos cuantos rasguños. ¿No es así Dante? - Preguntó finalmente.
Justo como tú lo dices Miguelina. - y agregó - nada por que preocuparse.

Dante terminó de despedirse y salió de la casa para internarse de nuevo en las calles de Londres. Ya era de noche. Miguelina le vio partir. Por un momento había olvidado su realidad. Timbuktu, una nueva expedición en la que ella podía colaborar, aunque sólo fuera aportando información.
De cualquier manera ella sentiría como si partiera físicamente. Su imaginación era poderosa. Pero era hora de volver. La mujer estaba demasiado emocionada con el nuevo proyecto como para cenar y su esposo tomó los alimentos en silencio, como de costumbre. Después de eso, ambos se dispusieron a subir a la alcoba para completar la rutina.
-¿Y si ella pudiera ir en la expedición?- Era una idea interesante y excitante. El sólo imaginarse lejos de ahí le hacía estremecer. Un clima cálido debía favorecer a la piel y al cuerpo de formas insospechadas. Y a la lívido, seguramente. Visiones de lugares exóticos, hombres de piel tostada, aventura y misterio, todo mezclado a la vez le producía un cosquilleo difícil de ocultar. Sintió como su sexo comenzaba a lubricarse. Mañana sería día de confesionario, sin duda.


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1.6 Raquel



Asturias, Julio de 1825

El barco cruzó el Canal de la Mancha hacia el sur, partiendo de Londres hasta llegar a Bilbao, al norte de España. De ahí un carruaje lo llevó hasta Oviedo, luego a Avilés, en el Principado de Asturias.
Durante todo el recorrido, Dante había llevado un pequeño envoltorio dentro de su chaqueta.
De vez en vez, cuando parecía haber paz alrededor, cuando el mar era calmo y el barco flotaba en un suave vaivén, o cuando la carreta se detenía en alguna parte para cambiar caballos y descansar, Dante desenvolvía el paquete, sacaba alguna de las cartas que ahí llevaba y leía en silencio. "Mis labios ansían por la espera un beso tuyo..." Él mismo no comprendía como unas letras podían provocar tales sentimientos en dos personas separadas por una gran distancia. "Mis palabras te llegarán hasta donde estés como plumas de esta paloma mensajera de papel, escritas en tinta, pero dichas con el corazón...", debía haberlas leído cientos de veces ya, "...cuando tu cuerpo por fin se acerque al mío, nuestras almas ya llevarán reunidas eternidades..."

Sería el desapego a un lugar, sería el continuo viajar que no le permitía echar raíces. Sería que en el fondo no era un solitario, pero aquellas cartas de una mujer a quien no conocía físicamente lo impregnaban de la sensación de pertenecer a algún lugar. De pertenecerle a alguien.
Llevándolas siempre en ese envoltorio, cerca de su corazón, le habían dado la paz y la seguridad que necesitaba, sobre todo en los momentos más difíciles. Cada palabra, cada frase en ellas escritas, convertían a aquellas simples hojas de papel en su hogar y a quien las escribía, en su mujer. Sin duda era un amor cultivado desde unos cuantos años atrás, pero él siempre se preguntaba cuanto duraría aquello. ¿Cuánto tiempo puede sobrevivir un amor que no se ha materializado?
Muchas veces, en sus viajes a lugares distantes, él había conocido mujeres hermosas. Curvas femeninas deslizándose a cada paso sobre los caminos de los cuatro rincones de la Tierra; cabelleras rubias, negras, lacias o ensortijadas; rostros con grandes ojos brillando como perlas en la noche, o azules tan profundos como el mar, o rasgados como una herida que duele dulcemente.
Muchas veces, hacer el amor con una de ellas le trajo a la mente palabras de cariño escritas por Raquel. Entonces pensaba en ella. Y no importaba el color de la piel que besara en ese momento, para él era la de Raquel. Su Raquel. Y entonces, con más fervor se adentraba en esa pasión carnal. Con vehemencia. Sólo hasta pasar los umbrales del clímax y quedar exhausto, se daba cuenta que aquél cuerpo a su lado era simplemente otra mujer. No la que él deseaba tener.
Eso lo convenció de que debía conocer a Raquel en persona.

Se prometió a sí mismo visitarla antes de emprender otra expedición, preguntándose una y mil veces si todo lo escrito en sus cartas sería sólo poesía. Una prosa bonita, pero vacía. Él mismo le escribió en varias ocasiones. ¿Era eso amor? Sólo habría una forma de saberlo, así que decidió ir a verla. Timbuktu podría esperar unos días. Debía resolver primero sus sentimientos hacia aquella enigmática mujer.




Caminó indeciso por las calles de Avilés. Era una ciudad pequeña. Cruzó el parque Ferrera hasta uno de sus extremos y supo que la calle al lado del parque era la que buscaba. Encontró la dirección e identificó la casa. No se atrevió a tocar, así que cruzó la calle de vuelta al parque y se sentó a esperar. Justo en la Plaza de España.
Desde donde estaba alcanzaba a ver el palacio del marqués de Ferrera dominando el panorama no muy lejos de ahí. Su fachada principal se abría hacia la plaza, con balcones adintelados y el escudo de armas del marqués. Su entrada principal muy amplia, hasta donde llega un firme empedrado para facilitar el acceso de carruajes a la mansión.
Así permaneció dos horas, esperando.

La puerta de la casa que observaba a la distancia se abrió y vio salir una dama. Llevaba una sombrilla blanca e iba vestida en colores pastel. La mujer se dirigió al parque, casi en dirección a Dante. A medida que ella se acercaba, Dante iba descubriendo más detalles, su forma de vestir, su tez, su cabello, su sonrisa. Era una mujer menuda y de rápido andar. No era muy bella, pero tenía encanto. A Dante no le importaba su figura, su motivación por aquella mujer nunca fue física. - ¡Qué importaba el físico! - Pero ahora habría que conocerla. A eso había venido. Tal vez la miraría sin decir nada y luego se iría de nuevo.
Vio como ella se acercaba más y más en dirección a él. ¿Lo habría reconocido ya? Sentía que, llegado el momento, no hallaría palabras para hablarle. Y lo intimidó más el hecho de verla llevar en su mano lo que parecía una caja de papel caligráfico, pluma y tintero. Debía ser ella, pues alguna vez le contó en sus cartas como se sentaba en el parque aquel a escribirlas.
Ya a unos pasos de donde él estaba, se levantó para saludarle, haciendo un gesto galante con el sombrero. Ella sonrió con cierta extrañeza y siguió de largo sin aminorar el paso. Dante le miró alejarse en dirección a otra banca en el parque, atrás y a cierta distancia de la que él ocupaba. Ahí pudo ver a otra mujer, sentada. No se había percatado antes de su presencia.
La dama de la sombrilla se acercó a la mujer en la banca y la saludo con un beso, le entregó la caja de papel, la pluma y el tintero y, después de una breve conversación, se alejó. A esa prudente distancia, Dante alcanzaba a percibír la belleza de esa otra mujer. La vio sentarse de nuevo al quedarse sola. Ella extrajo de la caja algunas hojas de papel, tomó la pluma, la humedeció en el tintero y comenzó a escribir.

Dante le miró toda la tarde. Era muy bella y distinguida. Quiso acercarse y hablarle más de una vez, pero no lo hizo. Sólo se quedó ahí, mirando, entre aquella paz que daba el paisaje y la serenidad de esa mujer. Eso era exactamente lo que él encontraba en cada una de sus cartas. Comprendió que era ella. Debía serlo. La mujer que amaba sin conocer.

La dama de la sombrilla regresó y ambas se encaminaron por el sinuoso empedrado. El hombre las siguió guardando distancia. Saliendo del parque recorrieron la singular calle Galiana, dividida en dos partes, una empedrada para el tránsito del ganado y otra de loseta para los ciudadanos. Pasaron a lo largo de los soportales que servían para cubrir a los paseantes de la lluvia y el sol y de vez en cuando las miraba detenerse en uno de los tantos talleres artesanales y tiendas establecidos ahí. Dante se decidió a hablarle. Ya la había observado suficiente y tenía que saber si en verdad era Raquel, así que aceleró el paso. Ellas habían entrado a una tienda, ahí las alcanzaría. Sin embargo, al entrar en la tienda no las vio. Las buscó pero no dio con ellas. Salió a la calle y no pudo distinguirlas entre la gente. Corrió calle abajo, pero nada. Las había perdido.
Se le ocurrió una idea. Tenían una carta por enviar, tal vez las alcanzaría en la oficina de correos, así que se dirigió hacia allá. Sólo estaba un empleado. Se atrevió a preguntarle por las dos mujeres. ¿Habrían venido a poner una carta? No en ese momento. Nadie había llegado aparte de él mismo. Tuvo un sentimiento de decepción. Mañana sería otro día, seguramente la encontraría.
Así que se retiró al hostal donde se hospedaba. Entró a su habitación y cerró la puerta. Se quitó la chaqueta con cierto enfado, se desabotonó la camisa y se tumbó sobre la cama. - ¿Cómo es posible que las haya perdido? - se preguntaba en silencio. Resultaba irónico para un explorador acostumbrado a encontrar caminos nuevos y ciudades perdidas.
En ese momento tocaron a la puerta.
- Diga...- exclamó sin levantarse de la cama.
- Tengo algo para usted, señor Amerisi - oyó decir a una voz femenina. "Probablemente la esposa del dueño del hostal..." pensó.
Se levantó de mala gana y abrió la puerta. La mujer estaba ahí con un sobre en la mano.
- Hoy tiene carta señor Amerisi. La acabo de escribir para usted... - fue todo lo que le oyó decir a la bella mujer que tenía ante sí, la misma del parque, antes de sentir que los ojos se le llenaban de lágrimas.
El explorador había sido tomado de nuevo por sorpresa.


Continuará en el Capítulo 2