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Capítulo 2
2.1 Romina Rosenberg



Londres, Julio de 1825

El ambiente era en verdad acogedor en aquella gran habitación. Las vaporosas cortinas de los ventanales dejaban pasar con suavidad la luz matinal. Las blancas sábanas de seda brillaban como nubes sobre la cama. De entre la blancura se asomaba un bello rostro de mujer, sereno, aún cobijado en el ensueño, enmarcado por una melena obscura de finos cabellos.
Así le gustaba mirarla. Con esa tranquilidad infinita, confiada a sus sueños en la seguridad que él le brindaba. Sin duda era una mujer excepcional. Que suerte tenía en haberla conocido.
Recordaba en especial un día. Edward asistía a una reunión organizada por los Applethorpe en su casa de campo. Muchos personajes de la alta sociedad se daban cita entonces para disfrutar de la campiña inglesa. Romina Rosenberg entre ellos, sobresaliendo como una blanca paloma en el verdor del paisaje. Quedó cautivado por la mujer.
Nunca antes la había visto de esa manera. Era tan bella y distinguida, de modales serenos y de hablar preciso y amable. Estaba lejos de ser esa niña pequeña que había conocido años antes.
Irwing Rosenberg, su padre, había sido su amigo. Dueño de un pequeño banco londinense, él, su esposa y su hija Romina disfrutaban del esplendor que les daba su posición hasta el día en que ésta se vio amenazada.
La especulación financiera de cierto millonario escocés había hecho peligrar la fortuna y reputación de los Rosenberg. De pronto estaban en bancarrota.
El banco del que Irwing Rosenberg era presidente y principal accionista apoyaba una prometedora empresa de manufactura de muebles que fue estafada con una sucia treta.
Sir Edward, consciente de los propios riesgos de las casas financieras, intervino en el último momento aportando recursos para la recuperación del Rosenberg Finantial Bank, con un préstamo que más adelante fue pagado con puntualidad. Irwing Rosenberg era una persona honorable sin lugar a dudas. Eso los convirtió en amigos hasta el día de su trágica muerte junto a su esposa, con lo cual, la ya joven Romina quedó sola en el mundo.

No fue extraño entonces que Sir Edward, hombre viudo desde hacia varios años, hubiera puesto dedicación y tiempo en el cuidado de la joven Romina. Hasta el momento en que se percató que se había convertido en mujer, nunca antes la vio con otros ojos que no fueran de estimación y simpatía.
Pero Romina era excepcional. Su encanto pronto alcanzó a Sir Edward. Luego de un tiempo de disfrutar cada vez más prolongadamente de su mutua compañía, Sir Edward le propuso matrimonio. Ella aceptó.

- Mi Gran Eddy - dijo Romina, con su suave voz al despertar. - Siempre despiertas antes que yo. No se cómo lo haces.
- Despertar antes tiene sus recompensas, - contestó Sir Edward - eso me da tiempo de contemplar a mi bella esposa.
- Tienes todo el día para mirarla - respondió Romina, halagada.
- Pero este momento es especial - dijo Sir Eward, acercándose a su esposa - es el momento en que comprendo el porqué vale la pena vivir la vida. Tu rostro me acompaña siempre, todo el día.
- Cualquiera diría que los banqueros no tiene corazón - añadió Romina en tono de broma.
No debemos tenerlo - dijo el hombre - si somos lo suficientemente afortunados, una mujer tan hermosa como tú ya nos lo habrá robado.

Romina sonrió dulcemente y besó a su esposo. Para ella era una fortuna tenerle, y no se refería a sus millones. Con él se sentía protegida y amada. Pocas cosas disturbaban aquella felicidad en su vida. Sólo la trágica muerte de sus padres la había ensombrecido, pero Edward se había encargado de aliviar el peso de su dolor, dándole motivos para seguir adelante.
Ella misma era alguien a quien no le gustaba rendirse. En eso se identificaba con su marido: la tenacidad de ambos para seguir aún en los momentos más difíciles. Pero aún ella se había visto abrumada con el accidente de sus padres. Algo sumamente extraño.
Su padre y su madre viajaban en un carruaje de vuelta a casa, después de salir del teatro. Circulando por las calles de Londres, el carruaje se cruzó con el paso de un pelotón del ejército que recién llegaba a la ciudad, por lo que hicieron alto para dejarles pasar.
El grupo de soldados bajaba por una calle con cierta pendiente para doblar en una esquina. Al parecer, el carro que cargaba barriles de pólvora se desprendió de la carreta que lo jalaba, por lo que se precipito sin control por la pendiente hasta dar con el carruaje de los Rosenberg. El impacto seguramente provocó el rompimiento de alguno de los barriles y una chispa que encendió la pólvora, provocando una explosión y que el carruaje se viera envuelto en llamas. Nada semejante había ocurrido antes.
Sólo Edward o "Big Eddy", como ella lo llamaba cariñosamente, le había dando el apoyo suficiente para reponerse.
De sus cuidados y constante dedicación surgió eso que ella no había sentido por alguien más: amor. La diferencia de edad no le pareció impedimento y lo aceptó en matrimonio.
Pero hoy lo amaba aún más. Edward le hacía sentir que ella era su fortuna más preciada. Sabía que lo hacía feliz.

Ella, quien nunca antes tuvo un amante, había descubierto en ese hombre maduro la satisfacción sexual que toda mujer anhelaba y que no todas podían alegrarse de tener.
Cuando Edward la tomaba entre sus grandes manos, ella sentía un genuino temblor por todo su cuerpo. En esos momentos de pasión, Edward parecía más un leñador que un banquero.
Le gustaba rozar su delicada piel blanca contra el vello de su pecho y dejarse llevar por él. Entonces Edward se introducía en Romina y ella imaginaba a ambos como una enredadera abrazada a un roble. Se pegaba tanto a él. No había vientos tan fuertes que pudieran separarlos. Entonces el banquero y la dama quedaban en otro mundo y tan sólo eran hombre y mujer haciéndose el amor. Y ella lo gozaba.
Esa mañana aún tenía el sabor del sexo sobre su piel. Era feliz.

Bajaron a desayunar en la terraza que daba hacia el enorme jardín. Pero Romina le notaba preocupado.
- ¿Sucede algo que no puedas decirme Edward? - preguntó mientras servía el café.
- Nada puedo ocultarte a ti, que tan bien me conoces - dijo él, peinándose el bigote. Su mirada parecía no fijarse en ninguna parte.
- Entonces soy toda oídos - dijo Romina, esperando una respuesta que aún se tardó en escuchar.
- Es sobre la expedición. - dijo Edward.
- Por cierto - se adelantó Romina - vi a Amerisi al caminar por el centro de la ciudad hace unos días. Dudo que él me conociera.
- Tal vez tenía razón Amerisi - caviló un momento antes de continuar - Puede que ésta no sea una tarea fácil.
- No te preocupes Edward. Si Amerisi aceptó dirigir la expedición, es porque puede hacerlo - dijo ella.
- No es eso lo que me preocupa - hizo otra pausa - Es ese canalla de William Daniels. Dudo que tenga intenciones de jugar limpio.
- ¿Crees que su expedición haga trampa? - dijo la mujer, aún tratando de no parecer preocupada.
- No Romina. El coronel Lang es un hombre honesto. Su expedición tiene las mismas oportunidades que la de Amerisi. - Dijo Sir Edward. - Correrán los mismos riesgos.
- Sé que Daniels es capaz de muchas cosas pero, ¿qué podría él hacer en este caso? - preguntó Romina.
- Creo que Daniels intentará algo contra Amerisi. Eso me preocupa. - dijo Sir Edward.
- Sé que es un hombre vil pero ¿lo crees un criminal? - su rostro ya expresaba preocupación.
- Lo creo capaz de todo - respondió de inmediato - Y más ahora que su fortuna está amenazada por la posibilidad de perder la apuesta.
- ¿Y que has pensado al respecto? - preguntó Romina, aún sosteniendo la taza de café en sus manos.
- Debemos protegerlos. A Amerisi y a su equipo. - dijo el hombre convencido.
- ¿Pero como lo harás?
- Verás Romina. Habrá que estar alerta, vigilar bien a Daniels y brindale protección a Dante. Por lo menos hasta llegar al punto de no retorno.
- ¿Y cual es ese punto Edward? - quiso saber Romina.
- El punto en que ya no podamos hacer más por él. Cuando la expedición ya no pueda dar marcha atrás - Sir Edward estaba serio - Cuando todo dependa sólo de ellos.

Romina notó que el café se estaba enfriado ya. Esto comenzaba a parecer cada vez más serio.


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2.2 Ali Samara (Alicia)



Missolonghi, Grecia. Julio de 1825

El sol pegaba sobre el Mediterráneo tostando todo lo que encontraba a su paso. Sólo quedaba a salvo la piel bajo la sombra. Era un día muy cálido, pero no más que la noche que le precedió.
Alicia abrió los ojos. Ya no podía seguir durmiendo con ese calor, incluso en la sombra. La cabeza le dolía y parecía darle vueltas aún.
Miró a su alrededor y vio a la muchacha de cabello rojizo y ensortijado echada boca abajo sobre el diván, exhibiendo un cuerpo desnudo casi perfecto. En el suelo de la habitación había alguien a quien no reconocía, un hombre semidesnudo, de negra cabellera. ¿Un dios griego después de la bacanal?
Salió de la cama y se puso de pie como pudo. Se metió la bata de seda multicolor sin preocuparse por abotonarla, y se dirigió a la cocina. Nada de tomar, sólo agua. Bebió toda la que pudo del cántaro aquél y se tumbó sobre una silla.
La jaqueca era insoportable. Apoyó su cabeza sobre la mesa y la cubrió entre sus brazos. La prodigiosa mata de cabello que le brotaba espléndidamente en tantas otras ocasiones hoy se miraba enmarañada. No se había atrevido a verse al espejo. Necesitaba un baño, pensó. Pero no tenía ganas de nada.

Había llegado ahí desde Italia con Luighi Rossetti y el séquito de sus amigos en una aventura que les parecía romántica. Seguían la huella de Lord Byron, muerto en Grecia recién el pasado año, justo en el puerto pesquero de Missolonghi, donde ahora se encontraban. ¿Quién no adoraba a Byron?

Byron era único. El romántico por excelencia, capaz de atrapar la atención e imaginación de toda Europa tan sólo con su personalidad y su poesía.
Poco más de diez años atrás, Alicia, como muchos jóvenes de su época, fueron cautivados por su Child Harold, liberando sus mentes del conformismo y convencionalismo moral y social que se vivía por entonces.
La semilla del romanticismo estaba sembrada en ella, como en tantos otros.
Lord Byron llegó dos años antes para contribuir a la causa de la independencia de Grecia, aportando fondos propios para la flota griega. Él mismo había colaborado activamente con un comando bajo sus ordenes en su intento por liberar al país de la dominación del Imperio Otomano.
A su muerte, en Abril de 1824, los griegos profundamente acongojados lo reconocieron como un héroe en su tierra. Su cuerpo fue embalsamado; su corazón fue retirado de su cuerpo e incinerado en Missolonghi. Por eso estaban ella, Luighi y sus amigos ahí ahora.

Pero Byron no estaba. Ya había muerto y su espíritu era difícil de encontrar.
Luighi, el heredero de la fortuna de la familia italiana Rossetti, era un excéntrico, un niño mimado. No era un poeta ni un romántico auténtico. Entregado a los excesos y a la vida disipada, tal vez buscaba justificación para sus actos en la figura de Byron y en su poesía, pero no lo lograba.
Alicia lo había visto diferente unos meses antes. Culto, adinerado y elegante, Luighi podía recitar a Bayron de memoria. Parecía un intelectual rodeado de otros tantos de sus amigos. Todos ellos experimentaban con la poesía en diferentes formas. Algunos declamaban, otros escribían y otros más la representaban, tal como en una obra de teatro.
Justo la noche anterior habían representado una bacanal. Missolonghi era el lugar ideal para ello, pues era una pequeña villa griega que tradicionalmente comerciaba no sólo con la pesca, sino con vino y tabaco.
La noche anterior, Luighi hizo traer lo que él llamó "un ramillete de dioses griegos", entre los que se encontraban varones y mujeres locales de gran belleza. Todos muy jóvenes.
La finca que habitaban era confortable y espaciosa, con una decoración típica de la costa mediterránea. Pero aquella noche había pasado de todo ahí dentro.
Los míticos dioses griegos se habrían sentido apocados por las proezas ahí ocurridas.

Alicia entró en el juego como había entrado anteriormente. Ella era una ninfa esa noche. Todos excitados por la idea de vivir la bacanal en la mítica tierra griega, bebían y reían sin parar. Hombres y mujeres danzantes con una idea paganizante de vivir, entregados a los placeres más sensuales y mundanos.
Cada uno de los miembros del grupo tenía su propio dios o diosa griega.
El juego de esa noche consistía en que cada quien leería poesía mientras el dios que le correspondía le daba vino de beber y le incitaba sexualmente. Quien se detuviera no sería digno de la poesía ni del placer sexual.

Tocó su turno. Alicia declamaba una poesía de un libro que siempre llevaba consigo. Sus palabras eran nítidas y pausadas. Con la justa entonación. Sin perder el ritmo.
Su dios griego, un muchacho llamado Milo, de cabello negro y profundos ojos también negros, se acercaba a Alicia rondándola, pasando un dedo de su mano por su cintura. A cada vuelta iba bajando más hacia sus caderas. Pasó su mano sobre el vientre, su costado y sus nalgas.
Ella no se inmutó. Continuó leyendo, pero ahora con una sonrisa en su boca.
Milo susurró algo al oído de Alicia que la hizo soltar una leve risa. Todos los demás observaban.
Milo lo intentó de nuevo observando desde atrás de Alicia aquel libro. La rodeó con sus brazos y se pego a su espalda. Ella podía sentir tras de sí los pectorales del hombre, sus muslos, y algo a la altura de su trasero que comenzaba a oprimirla. Milo se acercó a su cuello pegando su boca y su naríz para aspirar su perfume. Eso le produjo un estremecimiento a Alicia que quebró su voz. Pero continuó leyendo. Sintiéndose tocada por Milo casi desistía de leer, pero quería saber hasta donde llegarían ambos.
Milo subió sus manos para marcar la redondez de los pechos de Alicia, que ya tenía los pezones visiblemente hinchados bajo la blusa.
La adrenalina hacía latir su corazón rápidamente, pero ella se esforzaba por mantener la calma y continuar.
El dios griego tomó la botella de vino y bebió un gran sorbo, se acercó a Alicia y la besó, dejando salir el vino de su boca a la de ella, en algo que pareció un largo y profundo beso.
Luego de separar los labios, Milo vertió media botella sobre el pecho de Alicia, que ya se miraba visiblemente excitada y rasgó sus vestiduras violentamente, dejando su senos al descubierto. Alicia reaccionó con una bofetada en el rostro del muchacho justo cuando recitaba la palabra "Victoria". Y siguió declamando ante el grupo que estaba ya estupefacto.
Milo arrojó la túnica que llevaba puesta, quedando totalmente desnudo ante Alicia, que comenzó a balbucear las palabras que alcanzaba a leer, ya muy fuera de ritmo. El hombre tomó su propio miembro con su mano derecha y lo arrimó al bajo vientre de Alicia, quien sentía claramente como el falo aumentaba de tamaño y rigidez al ser frotado contra ella. Entonces Alicia le empujó con tal fuerza que le hizo caer de golpe sobre un gran sillón.
Se produjo un incómodo silencio. Todos la miraban.
Alicia levantó el libro sobre su cabeza y abrió su mano para dejarlo caer justo antes de decir: "he terminado".
Entonces exhibió una gran sonrisa de satisfacción ante la algarabía de sus compañeros y se tumbó sobre el muchacho aquel.
Lo que sucedió después en aquella casa no lo recordaba nadie con exactitud.


Ahora, de día, su cabeza seguía doliendo.
Aún apoyada sobre la mesa, Alicia se preguntaba si todo aquello valía la pena. Siempre se había equivocado al juzgar a los hombres y parecía que con Luighi no sería diferente.
Dio un puñetazo a la mesa que dolió. Entonces se levantó y con un movimiento de su brazo arrojó al suelo el cántaro, los platos y los demás cubiertos que estaban sobre la mesa.
El ruido de los trastos al dar contra el piso despertó a algunos. La mayoría intentó volver a dormir de inmediato.
Luighi salió del dormitorio sin camisa y metiéndose apenas el pantalón. Al fondo, detrás de él, se alcanzaba a ver un par de esas muchachas griegas aún en la cama, protestando un poco por la súbita salida del hombre.

Alicia salió a la terraza de la casa y el hombre la siguió. Desde la colina en que estaba situada la casa se observaba muy bien el Mar Jónico y el muelle.
- Estuviste espectacular anoche Alicia...- dijo Luighi, tratando de aclarar la voz.
Alicia no contestó. Miraba a la distancia a un grupo de milicianos caminando colina abajo. En el muelle se alcanzaba a ver un barco cargando provisiones, probablemente preparándose para partir.
- Pocos pierden el control con tanto dominio como lo haces tú- dijo Luighi, esperando que sus palabras hicieran algún efecto en la mujer, pero ella continuaba callada. Entonces la abrazó.
- Mi Alicia. Mi noche silvestre. Mi capullo del amanecer. Dile a tu naturaleza indomable que ceda un poco y me dé una sonrisa tuya- dijo Luighi mirándola de frente a la vez que acariciaba su suave mentón.
Alicia cedió y le abrazó. Amaba a ese hombre, o por lo menos así lo sentía en ese momento.
Cerró los ojos apretando su rostro contra él, mientras sentía las manos del hombre acariciar su cabello. Eso la había calmado ya en otras ocasiones.
- ¿Ves que todo está bien? - le escuchó decir - conmigo siempre estarás bien, mujercita.
- Debemos irnos de aquí Luighi, tengo miedo - dijo Alicia.
- No hay nada que temer tontita - respondió él - Yo cuidaré de ti siempre. No dejaré que alguien te haga daño -
- Temo por nosotros Luighi. Temo que nosotros mismos no hagamos daño - una lágrima que rodaba por su mejilla acompañaba sus palabras. - Temo que estemos jugando un juego peligroso -
- La inmortalidad es peligrosa Alicia. Uno puede morir en el intento por encontrarla - dijo Luighi en el tono que adoptaba usualmente para justificarse cuando alguien le cuestionaba.
- Hace mucho que perdimos el camino a la inmortalidad Luighi - le increpó ella - nos extraviamos en un juego sin sentido. Lleno de placeres vacíos y de sueños locos -
- La locura y la genialidad van de la mano - añadió Luighi.
Alicia se apartó de él.
- Sí, veo locura a mi alrededor, por todas partes. ¡Estamos en medio de una guerra Luighi! ¡Mira a los hombres preparándose para defenderse del enemigo! ¡Mira a esa gente pobre preocupada por su propia libertad! - dijo Alicia subiendo el tono de voz. - Y en medio de todo esto estamos nosotros haciendo fiestas que duran toda la noche como si nada pasara -
- El espíritu de Lord Byron nos impregna a todos - respondió Luighi.
- Nos impregna el río de vino que nos hemos bebido Luighi. Nos impregna el sudor del sexo y el olor a podredumbre humana. Hemos tomado de Byron sólo la locura y la fatuidad. Su genialidad sigue escrita en sus libros, pero se murió con él. Tú y yo sólo jugamos con palabras que él algún día dijo o escribió. Pero las armamos mal y las decimos peor -
- Tenemos talento Alicia, eso es indudable - repuso el hombre, visiblemente afectado.
- Si Luighi. El talento lo tenemos indudablemente para reconocer la genialidad de un hombre que ya murió. Tenemos el talento de deshojar libros sobre los cuerpos desnudos de muchachos y muchachas de la aldea que están dispuestos a cambiar sexo por unas cuantas monedas. Tenemos el talento infinito de hacer fiestas y bacanales. Tenemos el talento de hartarnos hasta el amanecer de lasciva y visiones de una grandeza que nunca alcanzaremos -

Luighi la miraba como un niño rebelde que duda de los consejos de su abuela. Ya algunos otros del grupo se habían reunido a las puertas de la terraza. Luighi intentó decir algo, pero Alicia continuó hablando.

- Míranos Luighi. Algunos ni siquiera recordamos la mitad de lo que sucedió anoche - la mujer se mesaba el cabello como si intentara recordar algo mientras se paseaba de un lado al otro - Ni anoche ni las noches anteriores - hizo una pausa y continuó - Yo te amo Luighi. Amo la poesía de Byron. Pero aquí no vemos esa locura y esa genialidad caminando de la mano. Aquí la locura y la genialidad son mancas. ¡No se tocan! - gritó Alicia a la cara del hombre.

Entonces Luighi, enfurecido, asestó una terrible bofetada sobre la cara de Alicia, quien cayó de bruces sobre el piso de piedra.
Apoyando ambas manos sobre el piso, la mujer trató de levantarse. Un hilo de sangre resbalaba desde su nariz goteando en el empedrado. Nadie intentó ayudarla.

- Si tu quieres seguir sola Alicia, no te detendré - le gritó Luighi con el rostro enrojecido de coraje - Tú te perderás nuestro viaje a la eternidad. Jamás serás capaz de alcanzar la sublimidad por ti misma. Estos caminos no se hicieron para los cobardes y los débiles -

Desde el suelo, Alicia escuchaba las palabras de aquel hombre que unos momentos antes había creído amar.
- Pero yo te perdono Alicia - dijo fingiendo una actitud magnánima - todos somos presa de la ira alguna vez. Al fin y al cabo sólo eres una mujer...-

Alicia le apuntaba firmemente con la mirada a medida que se iba incorporando
- Te equivocas Luighi. No soy sólo una mujer. Soy una mujer de naturaleza indomable. Y no regresaré a una vida vacía con llantos y pidiendo perdón. Si te seguí hasta aquí fue por amor. Pero tú no sabes amar. Tus promesas de un cauce romántico a nuestras vidas no llegarán nunca a la realidad. Porque tu sólo eres un niño mimado con un ego inflado que utiliza un arte noble sólo para justificarse. Y todos estos son sólo parásitos que te siguen porque no tienen metas propias ni nada mejor que hacer en la vida. ¡Yo no seré más un parásito tuyo! -

Alicia entró a la casa y reunió todo lo que podía ser de su pertenencia y lo puso dentro de una maleta triangular de tela con asas . Se recogió el cabello y se puso la única ropa que tenía limpia. Y se dispuso a salir de ahí ante la incredulidad de todos. Pero Luighi ya estaba en la puerta principal dispuesto a hacerla desistir de partir.
Alicia llegó maleta en mano justo hasta donde él estaba y se detuvo.

- La puerta esta abierta - dijo Luighi - puedes salir. Pero no quiero que te vayas mi amor - En ese momento los ojos de Alicia se llenaron de lágrimas y Luighi se acercó y la rodeó con sus brazos.
- No te puedes ir así Alicia. Además ¿a dónde irías? - trató él de convencerla.
- Sabes Luighi, tienes mucha razón en lo que dijiste - fueron las palabras de Alicia.
- Por supuesto que la tengo Alicia y tú lo sabes bien - dijo Luighi vislumbrando una victoria más de su ego sobre el de ella.
- Si Luighi. Tienes razón en cuanto a mi naturaleza indomable - dijo firmemente Alicia, mientras hundía con fuerza su rodilla derecha en la entrepierna del otro, que cayó de inmediato al suelo, doliéndose.
- Eso fue por tener razón. Y esto otro por todo en lo que no la tuviste - y acertó a darle un puntapié en el rostro que lo dejó sangrando y con la nariz fracturada.
Alicia salió de inmediato por la puerta principal hacia la calle en dirección al muelle. Llegó hasta la embarcación que había visto desde la terraza y subió por la rampa ante la mirada de la tripulación y el encargado de carga.
- ¿A dónde cree que va señorita? - le gritó el capitán.
- ¿A dónde va este barco? - preguntó Alicia.
- Zarparemos con dirección a Marruecos en un momento - le contestó.
- Entonces voy a Marruecos - dijo Alicia, y se apresuró a buscar un lugar donde acomodarse, decidida a salir de ahí a como diera lugar.



Missolonghi, Grecia. Siglo XIX

Continuará...